Hace unos días, compré en el supermercado un paquete familiar de patatas fritas. En su embalaje, además de destacar su carácter de producto premium con un sello de "Garantía de calidad", se hacían hueco un dibujo de sus ingredientes: patatas, una aceitera y sal. Todo ello rodeado de ramas de olivo con aceitunas. No hacía falta ser ningún lince para imaginar que las patatas estaban fritas en aceite de oliva. Sin embargo, al dorso y a pesar de continuar la decoración de olivas, en el listado de ingredientes venía la cruda realidad de las patatas fritas: patatas, sal y aceite de girasol.
En otra experiencia de compra reciente, adquirí una pasta de dientes específica. El dentífrico, que tiene bastantes propiedad beneficiosas para las encías tiene un sabor y textura bastante desagradable. En el tubo, viene un pequeño gráfico del sabor: "apreciación del sabor", donde reconoce que al principio su sabor es desagradable, pero que en un proceso gradual, te puedes llegar a acostumbrar en unos 15 días. Está claro que el gráfico representa una prueba de fe, pero que constituye una muestra de honestidad de la que carece el primer ejemplo.
El engaño al consumidor es castigado. La honestidad recompensada.
El trabajo comercial se basa en esos mismos principios: Empaque y honestidad. Es honesto dulcificar una realidad, de hecho es una habilidad comercial, pero nunca jamás dar pie a la confusión o la mentira. En ambos ejemplos vemos claramente el límite.
Y me viene a la mente una viñeta del gran e ingenioso dibujante argentino Quino, donde una amiga le dice a la protagonista Mafalda: "La honestidad es un regalo muy caro, no lo esperes de gente barata..."
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