Reflexionaba este verano en la playa al observar los mini - puestos ambulantes que improvisan las niñas en primera línea de costa. Pequeñas de no más de diez años exponían sobre una toalla, una mesa, o una tabla de minisurf sus creaciones elaboradas de abalorios y listas para lucir en el cuello o la muñeca.
El precio era lo de menos: 1 euro, 50 o 20 céntimos… lo importante era sentirse adultas, dar valor a sus creaciones y “vender su mercancía”.
Pensé que casi todos tenemos un curioso espíritu comercial. Quizás sean nuestros antecedentes fenicios o tal vez nuestro carácter latino y extrovertido.
Recuerdo en mi infancia que había en mi barrio un chaval al que le gustaba de vez en cuando montar en el portal de su casa un pequeño puesto de chucherías. Vendía el paquete de pipas de 5 pesetas a 4. Y por un duro (5 pesetas) te daba 6 caramelos de los que costaban una peseta cada uno. Aprovechaba para vender / cambiar las estampitas repetidas del álbum de fútbol que todos coleccionábamos y que él era el primero en completar. Su proveedor era el propio quiosco y el único beneficio en su deficitario negocio radicaba en la satisfacción personal de vender toda la mercancía. Hoy tendría que sumar a su afán por vender una severa estrategia de costes, pero estoy seguro que valorará aquellos tempraneros experimentos de su más tierna infancia.
Le perdí la pista hace muchos años… pero me lo imagino como un gran emprendedor, triunfando en el mundo de las ventas, convertido en un vendedor valiente, en un triunfador… en su mano derecha un móvil de última generación junto a la agenda de piel. Y en su mano izquierda… un taco de estampitas repetidas por si acaso (win to win).